CRONISTA POR UN D A

Grieta, sinónimo de decadencia: "En el mismo lodo, todos manoseados"

Pasen y vean, el grotesco espectáculo está por comenzar. Fuera de los cánones de los colectivos feministas, agazapadas en los bordes del cuadrilátero se observa con claridad a dos boxeadoras más que tensas de la cara a los talones, muchachas a quienes alientan una gran cantidad de hombres sacados. Y en el medio, barro, mucho barro. El mismo y triste escenario se reproduce hoy a diario en la Argentina con epicentro en las redes sociales, con protagonistas de todo pelaje y color que hacen exhibición de músculos frente a un coro de fanáticos que insultan y no escuchan. Barro, mucho barro también.

Como correlato, el edificio de Comodoro Py 2002 está por estos días invadido por un olor nauseabundo que no sale de sus cañerías, precisamente. En la más que ostensible pelea que tiene parapetados a jueces y fiscales armados hasta los dientes y tirándose con denuncias de un lado y el otro de la grieta se observa sin tapujos la feroz degradación que sufre la Argentina.

En ese ámbito hay de esta semana tres casos ejemplo:

a) el hoy arrepentido contador Víctor Manzanares, el hombre que sabe demasiado, quien ha sido durante muchos años la sombra del matrimonio de Néstor y Cristina Kirchner, ya que armó las manifestaciones patrimoniales de los ex presidentes y certificó los libros contables de sus sociedades, ha decidido contar algunas cosas;

b) allí, trabaja Luis Rodríguez, un juez federal acusado de haber recibido coimas por otra procesada ahora colaboradora, Carolina Pochetti, viuda de Daniel Muñoz, ex secretario de NK.

c) el fiscal Carlos Stornelli, a cargo de la investigación sobre los cuadernos, ha sido filmado con una persona que aseguró ante un oportuno juez, a quien se acusa de kirchnerista, que el funcionario judicial le pidió un soborno para no involucrar en esa causa a alguien que no está ni siquiera mencionado.

Cosas aparentemente distintas que tienen un denominador común más que sexy para cualquier pelea: la conjunción de poder y dinero.

Para justificar este cóctel, siempre se le atribuyó a Néstor Kirchner aquella frase nunca desmentida sobre que "para hacer política hay que tener plata", casi el pecado original de toda esta historia. Fue de algún modo, una licencia de sus seguidores para dejar pasar algunas de las primeras denuncias sobre movimientos de dinero. Después aparecieron las anécdotas sobre los bolsos que viajaban al Sur, sobre las supuestas bóvedas de Lázaro Báez y sobre el direccionamiento de obras santacruceñas a éste y a otros empresarios amigos, con retornos casi caricaturescos a partir de las habitaciones vacías de hoteles propiedad del matrimonio Kirchner o de alquileres descomedidos.

Tras esas fuentes de fondos desviados también al exterior, parece que todo entró en una descontrolada espiral de ambición, quizás prohijada en la impunidad. Según dicen los cuadernos de Oscar Centeno y corroboran los cruces judiciales, se armó una matriz de direccionamiento de obras que tenían como contrapartida el pago de una retribución a los funcionarios que las otorgaban.

Cuando el caso salió a la luz, muchos de los empresarios que pagaron esos peajes decidieron explicar que eran "donaciones de campaña" o algo por el estilo, atajo que quedó derrumbado por las precisiones que dio uno de los arrepentidos, nada menos que el ex titular de la Cámara Argentina de la Construcción, Carlos Wagner, quien hizo un preciso mapa que explicaba cómo funcionaba el club de la obra pública. Miles y miles de millones de dólares que viajaban por el mundo de cuenta en cuenta y una "omertá" que nunca existió, ya que ante el alud de arrepentidos, calificar la maniobra como algo mafioso parece ser un chiste.

De nada de esto se le puede hablar a los kirchneristas cerrados, quienes piensan y gritan en las redes que todo se trata de un complot para debilitar a Cristina en su eventual candidatura de octubre y piden esperar (como se debe hacer por otra parte) el juicio oral, que es cuando deberán valorarse las pruebas. No creen en nada de lo que se va sabiendo de cada uno de los casos y dicen que todo es una operación del macrismo y de los "medios hegemónicos". En todo caso, arriesgan con visos de ingenuidad, los secretarios habrán sido los "desleales", ya que se llevaron el dinero de los argentinos por el mundo.

Está claro que su fe política no se tuerce, pero es verdad también que no se hacen cargo de ninguna de los problemas objetivos que dejaron los tres gobiernos K (déficit fiscal, inflación reprimida, pobreza, pérdida de la soberanía energética, cepo cambiario), mientras denigran al actual gobierno emparentando aquellos negocios con cuantas sospechas puedan caer sobre Mauricio Macri, su familia o cualquier miembro de Cambiemos. Su táctica es meter a todos en la misma bolsa, en todo caso para que la responsabilidad se diluya y para que la sociedad piense que "son todos iguales".

En tanto, los macristas de las redes sociales defienden a capa y espada al Presidente y hacen tachín-tachín con todo lo que huela a populismo, sin considerar siquiera el tiempo perdido por el Gobierno y los desaguisados económicos que provocó o aún su propensión a copiar, con mejores modales, ciertas recetas del pasado. Su mayor cliché es oponer a Macri con Cristina y preguntar si la sociedad está dispuesta en el futuro a parecerse a Venezuela. Esta situación ha sumado también al ruedo de la discusión posiciones extremas de creer todo o de no creer nada, de injuriar o de alabar. Hasta reapareció Carta Abierta para mostrar sin vueltas su apoyo a Nicolás Maduro, algo que el kirchnerismo más orgánico calla.

En estos días, el caso Stornelli obligó al macrismo a salir en defensa del fiscal, sobre todo porque Elisa Carrió hizo punta explicando que había sido una operación "berreta" para desviar el centro de la cuestión. En ninguna de las dos caras de esta moneda fundamentalista hay autocrítica y en cada uno de estos ejemplos se verifica la grieta en un ambiente creciente de pullas y de griterío constante lleno de intolerancias, tal como se observa en cualquier pelea de mujeres en el barro, un denigrante espectáculo medieval que mezcla el supuesto erotismo de las protagonistas con el anzuelo de las apuestas.

Sin embargo, no todo el espectáculo de griterío fanatizado se ha visto por estos días en el ámbito de la Justicia ni entre defensores del modelo anterior y el actual. Los industriales que se quejan del derrape económico, piden mayor aliento para la producción y se empeñan en contraponer modelos, llamando "economía financiera al servicio de los bancos" al encauzamiento fiscal para arreglar la macro. Además, critican las descomunales tasas activas y ningunean a los pobres inversores, quizás porque estos no tienen cámaras que los agrupen o porque suponen que podrían soportar sin chistar otra licuación de sus ahorros. Desde otro ángulo de los tironeos públicos que tensan de más la discusión, han aparecido también en las redes algunos economistas que se dicen liberales y que lucen sacados, ya que parece que se pelean públicamente no tanto por la receta, sino por la marquesina.

El Diccionario es bien claro al respecto: un "intolerante" es para la RAE quien carece de respeto por las ideas, creencias o prácticas de los demás, cuando son diferentes o contrarias a las propias. Y más allá de que el intransigente no escucha, que generalmente está lleno de prejuicios, que hace de lo binario un modo de vida y que es alguien que, por definición, se muestra como autoritario y discriminador, hay a mano un rasgo que lo define patéticamente: un obstinado es un fanático a quien le da lo mismo colgarse de un paravalanchas, agitar una bandera en primera línea de una manifestación o insultar por Twitter o Facebook.

En momentos en que el Gobierno busca la estabilidad macroeconómica (que en su momento contribuyó a desestabilizar) y mientras una parte de la oposición ya se ha olvidado de la herencia que supo generar y critica al oficialismo por sus recetas dentro de los cánones del juego democrático de un año electoral, en la Argentina de hoy se muestran cada día más nítidamente aquellas personas francamente tóxicas que van copando lentamente el devenir social, bien a contramano de quienes propician el diálogo o la búsqueda de consensos.

Hay que observar, sin embargo, algo peor en toda esta patología que ya dificulta por varios costados la vida de los argentinos: los fundamentalistas se encierran en sí mismos y porque sólo los conforma tener la razón son poco solidarios, producen poco y nada y se olvidan de pelear por el futuro. Son cortoplacistas convencidos y no hay progreso a la vista que los saque de su locura. Pues bien, todo parece indicar que el país se está llenando cada vez más de intolerantes quienes, al fin y al cabo, conspiran contra el desarrollo, sin que se observe que los gobernantes en particular o la dirigencia en general, acierten en la contención de tanto derrape.

A veces, son ellos mismos quienes los propician con propósitos bien subalternos, ya sea para ganar un votito o para evitar ir a la cárcel.

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