Argentina, en la línea de fuego por la lluvia de agroquímicos

¿De dónde viene la idea de que se puede producir alimentos con la ayuda de venenos? ¿Cuáles son las consecuencias?

(Del libro La Argentina fumigada, de Fernanda Sánchez*)

El camino es una tira de tierra entre dos bordes altos, rebosantes de yuyos. El camino sube y baja de a ratos, y el cielo es celeste clarito. El auto de Ana Zabaloy, en el que vamos, visto desde arriba debe ser una cajita gris, como de juguete, avanzando en medio del campo. Ana maneja rápido y su pie (uñas pintadas de verde, sandalias con grandes piedras doradas y marrones, con algo de cáliga romana) también relumbra desde abajo.

Ana concluye:

Yo iba con el delantal, en la moto, en medio del campo. No pudo no verme.

Mientras viajamos hacia la Escuela rural Nº 11 de San Antonio de Areco, de la que ha sido directora por los últimos seis años, la mujer 50 años, veinte en la docencia y un pelo oscuro y espesísimo, cortado a la altura de las orejas y que salta en cada maniobra recuerda la primera vez que una avioneta fumigadora le pasó por arriba. Ella iba en su motito, impecable con su delantal tableado, a todo lo que daba. La sombra del gran pájaro la cubrió entera, el ruido de los motores la dejó sorda y entonces, la llovizna. La cara empapada, al rayo del sol. Fue un segundo. Siempre es eso: un segundo.

Él también me vio. No pudo no verme. ¡Si yo hasta le vi la cabecita al tipo!

La fumigó igual. Blanca y radiante. Cuando llegó a la escuela, la cara le ardía. Corrió al baño a lavarse. Después, en el espejo, vio que tenía la mejilla derecha como si le hubieran pegado un cachetazo. "Ese día, cuando llegué, había solamente una maestra jardinera y una mamá. Las dos dijeron ¡Qué hijo de puta!, pero lo tomaron con naturalidad. Por eso no le presté mucha atención. La maestra ya no trabaja más. La otra mujer hoy se está muriendo de cáncer en una estancia de por acá", dice.

Son más subidas, y más bajadas, hasta que llegamos al colegio, una caja grande y amarilla plantificada en medio de los campos de cultivo. Es un edificio moderno, pero no siempre fue así. Alguna vez, este lugar también llamado "la escuelita de Punte", por estar ubicada en los campos de una familia con ese apellido, que le cedió las tierras al Ministerio de Educación fue más parecido a un puesto. Una casa de ladrillos de adobe, que dentro de un rato Ana me mostrará en recortes del año de ñaupa. Hoy es una escuela de líneas modernas y llena de ventanales. Casi un retazo de algo en medio de la nada.

Una máquina enorme y metálica anda en uno de los lotes, revolviendo la tierra. Gira, avanza, vuelve a girar. El campo es, en gran parte, un montón de yuyos secos. Un paisaje chamuscado que Ana señala y comenta, burlona:

¿Viste qué lindos, los colores de la primavera? Acá es siempre así. Antes todo esto estaba lleno de mariposas y era tan lindo que yo más de una vez me quedaba trabajando acá hasta tarde nada más que para ver eso. Las mariposas y los colores del atardecer.

Ahora, ya casi entrado el verano, los colores son cuatro, como mucho, y de festivo no tienen nada: gris, marrón, amarillo y algunos pocos manchones de verde en los costados del camino y en el patio de la escuela.

La escuela es linda. Hay algunos árboles copetudos que dan bastante sombra, unas hamacas pintadas de colores y un alambrado todo alrededor. A menos de cien metros comienzan los cultivos. Y los problemas, porque detrás de cada campo sembrado está, inevitable, el espectro de la fumigación. La certeza de que en algún momento, ahí nomás de los juegos metálicos y de los guardapolvos, el mosquito pasará con su soplo envenenado.

Ya pasó, de hecho: en los últimos dieciséis meses, entre 2014 y 2015, la Escuela Nº 11 Manuel Estrada de San Antonio de Areco fue fumigada cuatro veces en pleno horario escolar y con los chicos sentados en sus bancos o corriendo entre las hamacas. Una vez cada cuatro meses, los chicos tenían una cita forzada con los tóxicos que se estaban asperjando ese día. "Y tiran de todo", aclara Ana. "Al trigo es impresionante todo lo que le ponen".

La primera vez que fumigaron la escuela y todo su "contenido" fue el 24 de junio de 2014, a las 9 de la mañana. Ana lo recuerda bien porque salió del aula a atender una llamada telefónica y sintió, de nuevo, el rocío sobre su cara. Cerca de ahí, el mosquito repartía su llovizna. Como en un déjà vu, cinco años después de aquel episodio con la avioneta fumigadora, volvió a entrar corriendo, a lavarse la cara, a mirarse al espejo. Y ahí se acabaron los parecidos, porque esta vez sintió algo extraño. Diferente. Ni ardor, ni picazón. Otra cosa.

"Fue como cuando te sacan una muela y no sentís la mejilla, algo así", recuerda. Con el correr de las horas, Ana pasó de la incomodidad al terror: tenía la mitad del rostro paralizado y nadie en San Antonio de Areco sabía por qué. Hasta que algunos vecinos, en confianza, se animaron a contarle la verdad: alguien había estado fumigando los campos con 2,4-D, un agroquímico autorizado por el SENASA. Pero eso era solo una parte de todo lo que Ana no sabía en aquel momento.

Porque, viste cómo es: hasta que no te toca a vos, no prestás mucha atención a estas cosas. Pero yo, después de ese episodio, quedé muy impresionada y me puse a investigar. A leer. Además, viajé a Buenos Aires a consultar al doctor Jorge Kaczewer y él fue quien certificó que esa parálisis, o hemiparestesia, era consecuencia directa de la exposición al plaguicida.

"2 D", se lee en la denuncia que Ana radicó casi dos meses más tarde, cuando ya había recuperado parte del movimiento facial. De los días intermedios entre que fue fumigada e hizo la denuncia, solamente recuerda dos cosas: el miedo a no poder recuperarse del todo y el dolor. El dolor tremendo de cada inyección de procaína que le aplicaron para neutralizar la acción del agroquímico en su cuerpo.

Abre entonces la puerta de la escuela y acá adentro es todo luz y colores, un cartel de bienvenida, títeres y disfraces colgados de las paredes, y nenes de casi todos los tamaños. "Multigrado", se lee sobre una puerta, y Ana me explica que como a esta escuela asisten chicos de distintas edades, hijos de trabajadores rurales que residen en las cercanías, todos son parte de un único grado. Hay, pues, chicos de ocho, de diez, de once. Y estudian todos juntos aquí, en la escuelita amarilla, a partir de una mecánica de trabajo que pude ver en acción.

El sistema es muy simple: la maestra plantea un tema y a partir de eso se desarrollan actividades específicas para que cada chico, según su edad e intereses, pueda abordar la cuestión. El punto es que tratándose como en este caso de chicos que viven en el campo, con familias que trabajan allí, a menudo los temas de su interés se desprenden de eso que viven a diario. De lo que está ahí afuera, apenas a metros de las ventanas.

Para ellos, un mosquito no es un insecto sin la máquina fumigadora, y fumigar no es un verbo que necesite traducción. Es lo que hace la avioneta, el mosquito o Tata, el abuelo de una de las alumnitas. Algo a esperar según el mes y que eventualmente puede irrumpir en medio de una mañana cualquiera. Algo que los chicos reconocen con solo oler el aire. "Se conocen todos los olores y todos los nombres. Te dicen esto es 2,4-D o esto es glifosato o esto es clorpirifós", cuenta Ana. "Saben con nomás oler".

A veces, incluso, dicen cosas sin darse cuenta.

"Están envenenado el viento". Así sentenció un día Luis, un nene cachetón que entra con calzador en su delantal lleno de botones.

"Comenzaron a fumigar en el recreo. Y no nos quedó otra que encerrarnos...". Contó otra vez en una composición, otro de los chicos. Después de aquel episodio de la fumigación con 2,4-D, en otras tres oportunidades la Escuela Nº11 quedó en medio de la línea de fuego. Mientras los nenes hacían sumas, un mosquito asperjó los campos con vaya uno a saber qué. Eso fue el 19 de septiembre de 2014. De esa segunda vez quedó este recuerdo que Ana me deja en las manos. Es una foto. Se ve a tres nenes de espaldas, apoyados contra el alambrado y, antes del horizonte, a lo lejos, un mosquito. Es difícil explicar la desolación que irradia toda la escena, con esos tres chicos de delantal que parecen prisioneros esperando vaya uno a saber qué cosa. (...)

* Fernanda Sández (Lomas de Zamora, 1967) es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde también fue docente de Semiología y Análisis del Discurso. Actualmente es profesora en la Universidad de Palermo. Como periodista, cubrió la crisis argentina de 2001 para las agencias European Press Netwok y Gran Angular. Fue también corresponsal de las agencias Servicio Especial de la Mujer de Costa Rica Noticias Aliadas de Perú.

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